sábado, 25 de diciembre de 2010

When Johnny Comes Marching Home

Petrarca era un tipo listo. Como su jefe. Petrarca había sido tirador de elite dentro de las filas del famoso grupo terrorista de las Brigadas Rojas italianas; irónicamente había estado a punto de representar a Italia en las Olimpiadas de Moscú 80 como tirador; tan buena era su tapadera. Fue descubierto cuando un puto soplón, un puto lameculos de mierda cuya única función dentro del comando era conseguir piso francos con sus putas buenas maneras y su puta cara bonita, un tipo que en su vida había pegado un tiro a nadie fue trincado y canto como un mierdas para reducir su pena dos años. Menudo mierdas, joder. Lo único que le había pedido el grupo a cambio de una buena pasta era que no hablase si lo pillaban. Ni eso pudo hacer. Pero Petrarca sonreía al pensarlo: la traición la había abierto vías nuevas, vías inesperadas por completo. En su vida dentro del grupo terrorista había habido un tabú: no disparar jamás contra la policía o agentes: bien, el día que lo pillaron ser acabo el tabú para él. Hay una regla no escrita que dice que puedes matar a quien quieras excepto si es policía: si lo haces, te pillaran fijo, antes o después, porque los otros iban a ir a por ti a saco, dejando cualquier otro problema hasta que te pillasen. Bien, el no quería, pero ahora (y sonrió al pensarlo) no dudaría más: entro por la puerta grande. Dos tipos. Dos disparos. Entre ceja y ceja. Tan rápidos que el segundo siguió conduciendo sin darse cuenta. Los habían trincado a todos. No tenía opción. Era eso o veinte años de cárcel. Él lo hizo. No fue a sangre fría. Ahora si podía hacerlo a sangre fría. Pero no era eso lo que pensaba ni lo que hacía sonreír. Hacia veinte minutos que había matado, pero ya le volvían las ganas de sentir el gusto salado de la sangre en sus labios, de respirar el miedo ajeno, de sostener el fusil; de esa sensación de poder embriagadora de poder decidir sobre la vida de otro. Blam, estabas muerto. Blam, te dejaba vivir. La única diferencia era si su dedo apretaba o no el gatillo. El jefe le había salvado, le había devuelto la fe en sus habilidades. El jefe…. Él le había convencido para que dejase de llamarse Dante(es un nombre muy usado en el argot) y empezase a llamarse Petrarca. El quería llamarse como su maestro Caronte. El les envía al infierno al igual que el barquero, pero sería una falta de respeto hacia su persona. Petrarca estaba bien, era sonoro, clásico, italiano. Y ahora tenía el reto de su vida justo enfrente. Mandar al infierno a un tipo como el mismo, a un experto francotirador, a un ángel de la muerte, a la guadaña del exterminio, a otro que pesaba almas en la balanza de la justicia eterna. Sería un duelo de titanes, la cima de su carrera. No podía saber quién era el otro, pero si de verdad era un mercenario tan bueno como el resto de su grupo debía de ser un tirador excepcional, sublime; un tipo curtido en mil batallas. Y ahora sería su hora, la hora de demostrar a si mismo quien era el mejor tirador del mundo. No sería matando a esos blandengues de la policía como lo demostraría, a esos tiradores de salón; ni ganado unas olimpiadas tirando sobre latas vacías: cuando uno apuntaba un arma era para matar. Única y exclusivamente para matar. PARA MATAR. No había otra cuestión, el resto era palabras bonitas y mentiras. Matar era lo que él había aprendido. Matar seria lo que hiciera. Y le gustaba compartir su destino en un duelo con alguien que pensaba lo mismo.
Petrarca ajusto el visor correctamente, respiro bien profundo para evitar tener que hacerlo en unos segundos y descompensar el arma, y rastreó tranquilamente la zona. No había prisa. Muy probablemente su rival estuviera escondido, agazapado de alguna u otra manera, pero eso era indiferente. Era una guerra de nervios por ver quien cometa el primer error y asomaba la cabeza primero, por ver quien disparaba primero. Quien lo hiciera, y si no daba al otro, estaba muerto; mientras recargaba el otro le alcanzaría fijo una vez descubierta su posición. Y si no lo hacía, si el otro ya sabía donde estaba, era solo cuestión de tiempo que asomara la cabeza y se la volasen. O eso o escapar.. si es que podía… y reconocer entonces la derrota frente al otro. Y eso sería tan malo como lo otro. Nunc más volverían a verse para desquitarse y el que huyera debería vivir con la sensación de derrota todo lo que restara de su vida. Ese no iba a ser desde luego, Petrarca. Él prefería morir que tener que vivir con la derrota. El día que no pudiera disparar mas la ultima bala seria para él. No había opción. No quería perder el filo y dormir cubierto por el polvo del olvido en un rincón. Como Aquiles,, batiría a Héctor y moriría joven.
- Del salón en el ángulo oscuro,
De su dueña tal vez olvidada,
Silenciosa y cubierta de polvo,
Veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas
Como el pájaro duerme en las ramas,
Esperando la mano de nieve
Que sabe arrancarlas!”
¡Ay! -pensé-, ¡cuántas veces el genio
Así duerme en el fondo del alma,
Y una voz, como Lázaro, espera
Que le diga: “Levántate y anda”!
Petrarca acaricio con sus dedos de violinista el gatillo impaciente. Su destreza iba a hacer música para sus oídos. Y aunque no hiciese falta despertar su arma, si tenía alma de arpista; y era ahora cuando iba a desvelar su arte. Era ahora a o nunca…
Pero no logro ver a su contrincante. Bien, no pasaba nada, era lo esperado. No podía esperar a llegar y reventarlo, no tenía lógica y no sería divertido. Era cuestión de esperar, de nervios, de utilizar la cabeza. Eso era, utilizar la cabeza. La cabeza.
Un globo, dos globos, tres globos…
Algo se había movido.
Y él nunca se equivocaba.
Nunca.
No, amigo, no.
Demasiado fácil.
Con un gesto bien entrenado, se retiro de la cornisa.
Un disparo se estrello a unos tres metros de su posición.
Había sido un disparo a ciegas, de tanteo, para forzar a cometer un error, a que contestase disparando.
Pero no picaría.
Muchos años…
Muchos…
Quizá demasiados…
Quizás…
Quizás…
O quizá no.
Con un gesto rapidísimo, se volvió a poner en posición, y como un relámpago abrió fuego donde suponía que estaba su rival.
Acertó de pleno.
Solo un centímetro salvo a Occisor.
Ni un fallo más, Occisor. Ni uno más. Vieja serpiente. No te lo puedes permitir. No.
Amos sabían dónde estaba el otro. Ambos habían mostrado sus cartas. Y ambos sabían quien había ganado la primera mano.
Solo habría otra mano, y ambos lo sabían.
Petrarca sonrió. Occisor no pudo evitar un escalofrió…
Solo un disparo más. Y Occisor sabía que no podría ganarlo.
Jodia admitirlo, pero el otro era mucho mejor. Que le íbamos a hacer. Demasiados días en el desierto quizá le hubieran afectado la visión. Los primeros y más avanzados oculistas eran árabes. O quizá el otro fuese mejor… Occisor nunca se había planteado esa posibilidad, y ahora el temor se había adueñado de su espíritu. Contra un rival que tuviera las mimas armas y fuera mejor. ¿Qué debería hacer? Hasta el momento se había enfrentado a otros tiradores, pero al final les había vencido gracias a su habilidad e instinto. ¿Y si eso ahora no era suficiente? ¿No había nada mas detrás nada?¿ Moriría sin mas? Después de todo, después de todas las muertes, de todos los combates, de todas las guerras, de los mafiosos, de los terroristas, de los insurgentes, si venia un tipo mejor te mataba sin más y se acaba todo? ¿Así era la vida’? Así era la muerte?
Occisor empuño el arma de nuevo, pero ya no iba a ganar.
El que duda muere.
El que duda muere.
El que duda muere.
El que duda muere.
Mil veces lo había oído, pero nunca lo había pensado seriamente, detrás de su fusil era Dios.
Pues bien, acababa de conocer a un ateo.
El sudor frio se desparramo por su frente.
El que duda muere.
No podía hacerlo…
El que duda muere.
El que duda muere.
Y el Occisor, estaba muerto.
Petrarca sonrió.
El que duda muere.
El sabia que el que duda muere.
Y no dudo.
Blam.
Un solo disparo.
Uno solo.
Y una vida se esfumaba, una familia quedaba rota, un cielo o un infierno.
Y luego silencio.
El que duda muere…
El visor no engañaba a Petrarca.
El fusil de Occisor seguía en su posición, apuntándole, pero sin nadie manejándolo.
La mirilla fija, brillando al sol.
El que duda muere.
Petrarca sonrió.
Petrarca…
Petrarca….

Fue solo un segundo, pero entonces comprendió que nunca se lo hubiera imaginado.
Nunca se había imaginado esa estrategia tan absolutamente suicida.
Occisor no está muerto.
Simplemente había dejado el arma justo antes de recibir el disparo.
El impacto de detrás estaba limpio.
Occisor apareció en su visor, agarrando el arma, apretando (¿Apretando?) el gatillo.
Blam.
¿Blam?
Blam.
Dos balas rasgaron el aire.
Cara a cara, mirilla contra mirilla, Occisor no tenía nada que hacer.
Pero eran ya las siete y media de la tarde.
La siete y treinta y dos minutos para ser exactos.
El sol es escondía en el oeste.
Justo detrás, a la espalda, de Occisor.
“El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.”
Un rayo de luz cubrió con su mato a Occisor.
Un rayo de luz alcanzo en los ojos a Petrarca.
Un rayo de sol decidió el combate.
Un rayo de sol, un insignificante rayo de sol lo había decidido todo.
Petrarca salió disparado por el impacto y se recostó contra la pared.
La vida se le escapaba por las heridas.
Al final, tenía que reconocerlo: su vida había sido un fracaso.
Siempre había creído que el era juez, jurado, testigo y verdugo con los demás.
Pero había descubierto, desgraciadamente al final, que todo eso podía serlo también un mísero rayo de sol, de los que iluminan nuestra vida.
Un efímero rayo de sol.
Una efímera vida.
Y si, su vida había sido un fracaso.
Arriivederci Roma….
Blam.

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